Sonrisa, me dice aquí el diccionario, es el acto de sonreír. Y sonreír es reír sin hacer ruido y ejecutando contracción muscular de la boca y los ojos.
La sonrisa, amigos míos, es mucho más que estas pobres definiciones, y me quedo pasmado al imaginar al autor del diccionario en el acto de escribir su bervete, así en frío, como si nunca hubiera sonreído en su vida. Por aquí se ve hasta qué punto lo que las personas hacen puede diferir de lo que dicen. Caigo en completo devaneo y me pongo a soñar un diccionario que diera precisamente, exactamente el sentido de las palabras y transformara en plomada la red en que, en la práctica de todos los días, nos envuelven.
No hay dos sonrisas iguales. Tenemos la sonrisa de burla, la sonrisa superior y su contraria humilde, la de ternura, la de escepticismo, la amarga y la irónica, la sonrisa de esperanza, la de condescendencia, la deslumbrada, la de vergüenza, y (por qué no?) la de quien muere.
Y hay muchas más. Pero ninguna de ellas es la Sonrisa.
La Sonrisa (esta con mayúsculas) viene siempre de lejos. Es la manifestación de una sabiduría profunda, no tiene nada que ver con las contracciones musculares y no cabe ninguna definición de diccionario. Principia por un leve movimiento del rostro, a veces hesitante, por un temblor interior que nace en las más secretas capas del ser. Si mueve músculos es porque no tiene otra forma de expresarse. ¿Pero no la habrá? ¿No conocemos nosotros sonrisas que son rápidos destellos, como ese súbito e inexplicable brillo que largan los peces en aguas profundas? ¿Cuando la luz del sol pasa sobre los campos al sabor del viento y de la nube, qué fue lo que en la tierra se movió? Y sin embargo, era una sonrisa.
José Saramago